sábado, 4 de abril de 2009

En Miami con M de Mamá

¿En un arranque de amor y de locura no han invitado alguna vez a su madre de viaje? Yo tuve esa genial ideal el año pasado. Esta es la crónica del viaje que hicimos a Miami y que Dedomedio publicó en su momento. Cuando ella leyó la nota (gracias a un primo soplón), no me habló tres días. Para mi suerte ya comprendió que nuestra vida común me inspira. Si le van a contar que lo he publicado acá, mejor no lo lean.
-----
Luego de muchos años de trabajar sin descanso y de rechazar una oferta laboral que a todos les parecía irrechazable, decidí abrir el cajón de ahorros y volver a Miami Beach. Había ido antes, a los doce años, para curarme de una falsa meningitis, y a los quince para conocer, ya sin ilusión, al Pato Donald. En ambas ocasiones mi mamá me había llevado, y esta vez, a los treintaiuno, luego de intentar sin éxito buscar una compañía idónea, decidí que quizás no era una locura pedirle a mi madre que fuese conmigo.

La realidad, sin embargo, es esta: Nos separan 38 años… con sus revoluciones, guerras y breves armisticios. Algunas hipótesis respecto a mi madre, para ir resumiendo: Estoy segura de que si mi mamá hubiera sido Presidenta volveríamos a tener problemas limítrofes con todos los países hermanos. Por otra parte, tiene cero olfato para los negocios aunque se considera a sí misma un lince. Alguna vez puso una tienda de pasteles, que compraba en una panadería y los vendía al doble. Estaba segura de su éxito aunque la panadería quedaba a una cuadra de distancia.
Y aquello que llamamos “sentido del tacto”, tan importante en algunos humanos de la especie, en ella se limita estrictamente a la acción de estirar la mano y saber si el agua de la ducha está fría o caliente.

-Tía, mira, ¡he bajado 10 kilos! –le dijo mi mejor amiga.
-¿Estás segura?

Debo aceptar que en un momento asumí como una virtud incluso imitable disparar siempre las palabras directo al cerebro. Es honesta y graciosa, pensé alguna vez. Esos errores de interpretación se deben pagar en alguna clase de antesala al infierno cuando estemos muertos, supongo.
Por mi parte vivo sola desde hace 7 años, lo que ella ha decodificado como: Madrugadora. Bohemia. Mentirosa. Me dice, y a veces no le falta razón: Me has mentido tanto que ya no puedo creerte nada.
Por el Día de la Madre le entregué una tarjetita que decía: ¿Quieres ir a Miami conmigo? Mis amigos, que la conocen y la han sufrido, me preguntaban si sabía en qué me estaba metiendo. Era obvio que no lo sabía. Ella se alegró como yo lo había hecho antes. Anunció que al fin podría comprar su Glucosamina de 1600 mg, su Calcio con Chondrition, y todas esas pastillas de alucinantes cantidades que solo se encuentran en EE.UU. Un shopping geriátrico, digamos. Pongámonos en su lugar: Se fracturó una vértebra, tiene 3 hernias lumbares.

Conseguí pasajes baratos y solicité silla de ruedas en todos los aeropuertos para que no permaneciera mucho de pie en las colas de migraciones. Le presté dinero para la bolsa de viaje y tomamos un avión de Taca rumbo a Miami, con escalas en Colombia y Costa Rica. Mientras pasaban el video con las medidas de seguridad, me pidió que comprobase si el chaleco salvavidas estaba donde debía estar. Luego de rogarles que le cambiaran “ventana” por “pasillo”, insistía en hablarle a cada compañero de asiento, aunque estuviese con los audífonos y leyendo al mismo tiempo. Cuando comenzaron las infaltables turbulencias sobre Los Andes, asumió con dignidad el puesto vigía y aulló a los pasajeros para recomendarles que se pusieran de nuevo el cinturón. Empujó al de adelante para que acomodara su asiento en vertical.
-¡Pero dígale que lo haga ya, señorita!
Me aferré a los brazos de la silla. Nauseada, entregué después mis manos sudorosas a mi mamá. La incurable nostalgia de un momento seguro y feliz. Desde el 11 de septiembre tengo miedo.
En el aeropuerto de San José solo se puede fumar en el Nimbus Lounge. La conduje hasta allá en la silla de ruedas; me expulsó el humo contenido por esa pipa gigante. Me puse a leer en una sala contigua. Dos horas después salió de pie, empujando su silla, como recién sanada por algún pastor brasileño del canal 5. Camuflaba, con gran estilo, el encendedor en su corsé. ¡Lo había metido de contrabando en la cabina del avión! Mi madre podría dar lecciones de cinismo a la hora de pasar las revisiones de los aeropuertos al burrier más experimentado.

La primera impresión de Miami Beach un sábado a la medianoche. El aroma a canchita dulce, que yo tanto recordaba, desapareció. En la calle saltaban a ritmo de reggaetón acerados Hummer, Mini Cooper, BMW, Mercedes, Mustang, Porsche, Lamborghini, Ferrari, Maserati, Rolls Royce. ¿Dónde los siempre fieles Volskwagen, Honda y Toyota? Simplemente no existen.
Dos estadísticas del Nuevo Herald impactan como un Reality Show: Muchos no tienen ni para comer, pero siguen manteniendo un auto carísimo. Miami ostenta la más alta tasa de “furia al volante” de todo EE.UU. Sin embargo, el sistema de transporte es ordenado, en bus o tren puedes movilizarte por casi toda la ciudad; o alquilar un auto a 55 dólares diarios (¡30 son de estacionamiento!).
Las mujeres son imprescindibles en la estética nocturna de Miami. En sus altísimos tacones, con vestidos que comienzan o terminan en las nalgas, las piernas bronceadas, toman las calles como a una pasarela improvisada, afrontan sin inmutarse el concierto de gritos y cláxones de los conductores.

Dejamos las maletas en nuestra habitación del Continental Oceanfront South Miami Beach, nombre bastante honorable para las cucarachas que atropellamos con las rueditas, el persistente olor a lejía y el escarchado que se desprende. Caminamos por Collins, ingresamos al Walgreens de la esquina. Compré ese tipo de cosas que uno solo compraría en Miami: un kilo de pistachos, imanes con arena de South Beach, capuchino en botella, vitaminas para el cabello, parches para depilación sin cera, una crema autobronceadora con SPF 50. Coincidí con mi mamá en la caja, pagando orgullosa similar cantidad de pertrechos, incluyendo una toalla que decía Drama Queen y una tablita de surfear para el espejo del auto que no tiene. Estuvimos 3 horas curioseando por todas las góndolas, descubriendo necesidades “urgentes” que cubrir con productos que jamás habíamos sabido que existían. Al día siguiente, temprano, caminamos la infinita cuadra que nos separaba de la ansiada playa.
-Ojo, que no he venido hasta acá para ir a la playa- me advirtió decidida-. Y tú no has venido hasta acá solo para leer.
Se recostó en una blanquísima tarima y de inmediato se apareció un amable ecuatoriano a cobrarle 10 dólares, que ella se negó a pagar y que debí hacerlo yo.
-Mamá, ¿puedes dejar de mostrar tu corsé, por favor?
Me distraje con la vista. El mar plateado brillante, quieto, como empozado. Detrás de la caseta del salvavidas ondeaba la bandera morada de “vida marina peligrosa”. De un clavado me metí al agua caliente. Me raspé toda porque me llegaba a los tobillos, y nadé y nadé y nadé hasta que mi mamá y la tarima se fundieron en un solo punto blanco, con el océano bailándome en las axilas.
Los días que siguieron, cada vez que discutía con ella, me escapé al mar. El agua como una puerta al final de cualquier aeropuerto: Empuje, emergencias solamente.

Comer otra cosa que las calorías pornográficas de McDonald´s es posible en la avenida Washington. Bullen los restaurantes cubanos con sus infaltables cuadros de Celia Cruz, los letreros de “volveremos” y sus rocolas con canciones de El Puma y Sinatra. Por 6 dólares te sirven pollo empanizado con frejoles, arroz y ensalada. Luego, es de rigor tomarse “la coladita”, un dulce shot de cafeína a la vena. El más barato Internet por la zona es Kafka´s Cybercafe, donde además alquilan libros. Me intrigó el nombre del cyber. Me pregunté si no estaría auspiciado por las simpáticas mascotas domésticas de mi hotel.

Por las madrugadas, entre mi mamá que flotaba en su deliciosa duermevela de Xanax, la repetición de Gerardo y el ruidoso motor del aire acondicionado, huía a Ocean Drive o a Lincoln Road. Cuadras de tiendas, galerías, restaurantes y bares con el glamour del aire libre y de la media iluminación. Los chihuahas sudando debajo de las mesas. Los mimos confundidos entre la gente, con su tácito permiso para hacerle de todo. Las mesas repletas de cortinas de minifaldas y torsos sin camisa saltando entre las copas. Uno de esos instantes en que una cree que la propia juventud durará para siempre. Y de pronto, los diminutos, invisibles ancianos que reclaman monedas en todas partes. Los “sin hogar” opacan los felices colores de la galería del artista pop Romero Britto.

Regresé al hotel pensando que traer a mi mamá había sido un error, que estas vacaciones eran un desastre y que debería decirle a un policía que ella era una inmigrante ilegal para así librarme de una vez de la tortura, del olor a lejía y de las camas cada vez más juntas del cubículo que compartíamos; entonces, al entrar al hotel, encontré a mi mamá despierta en la terraza con un grupo de chicos canadienses que habían descubierto el reggaetón y la salsa.
-Prendimos nuestra radio y ella se puso a cantar Será tu sonrisa. Por eso la invitamos a tomar con nosotros. Tu mamá es super cool.
Les sonreí, y le dije a mi mamá que estaba bien, que mañana no iría a la playa, que la acompañaría de compras.
---------
Las fotos corresponden al viaje.

No hay comentarios: