lunes, 19 de enero de 2009

Los vivos y los muertos


Ocho novelas y tres libros de cuentos. Edmundo Paz Soldán, joven y creador y prolífico, publicará vía Alfaguara Los vivos y los muertos, que se podrá encontrar desde febrero en las librerías de Bolivia, España y Estados Unidos. Aunque en Perú todavía tendremos que esperar un tiempo más para leerla, podemos disfrutar su impactante primer capítulo:

La luz del semáforo está en rojo. El cielo gris, encapotado, opresivo, parece a punto de deshacerse sobre nuestras cabezas. El frío llegó hace un par de días a Madison y no se irá hasta dentro de seis meses. Ocurre cada año, la segunda semana de octubre, el sol que de pronto desaparece, el aire sombrío que se instala en el pueblo, las calles que se vacían, la escarcha en la madrugada. Uno debe, ahora, buscar calor donde pueda.Amanda dijo que quería mostrarme algo. Qué, le pregunté. Y ella se rió con esa risa que invita a pensar en la forma en que se revienta un durazno cuando está maduro y uno hiende los dedos en su piel. Ven, dijo, estoy sola, y colgó.
Me metí dos Starburst a la boca. Eran las tres y cuarto de la tarde. La noche anterior había prometido no volver a hacerlo. Pero en ese instante, sin darme cuenta, con el celular en la mano, creyendo que todavía no sabía si iría, que era capaz de tomar decisiones contrarias a las que Amanda había tomado por mí, me dirigí hacia el cuarto de Jeremy, a cerciorarme de que estaba distraído, de que no saldría detrás de mí, no me seguiría.
Mi hermano se encontraba frente a la computadora, guiando a su avatar en uno de los mundos de Linaje. Una valkiria caminaba por la pantalla, la espada en la mano, toda pixel y convicción. Siempre me había parecido extraño que, a la hora de elegir otra identidad con la cual pasar un par de horas en la pantalla, Jeremy eligiera a una mujer. Me pregunté qué dirían nuestros compañeros en el equipo. Un poco raro, quizás, pero nada del otro mundo ya que su hombría estaba bien probada: Jeremy era el que más hablaba de mujeres y sexo en los vestuarios, el de la colección de revistas y DVDs porno, el de las interminables conquistas. Más extraño e imposible de justificar hubiera sido encontrarme con fotos de Jem vestido con ropa interior de mujer (como las fotos de papá que descubrí y rompí años atrás). La luz del semáforo ha cambiado al verde; continúo mi camino, acelero. Algunas hojas otoñales se posan en la ventana delantera del Corolla. Por la acera caminan en fila india los niños de una guardería, uno agarrado de la mano del otro. Los hay rubios, latinos, negros, de rasgos asiáticos: podrían servir para un afiche de Benetton. Hay incluso uno retardado, conmovedora la forma en que camina, como si la pierna izquierda no supiera lo que hace la derecha ni tampoco le interesara. Las dos señoras que los acompañan están excedidas de peso. Se me cruza por la mente la imagen de Jenny, regordeta, sonriente, en esa casa invadida por termitas que fue mi primera guardería. Jenny tenía siempre el televisor encendido y dejaba que sus sobrinos, mayores que nosotros, nos enseñaran juegos violentos en su Nintendo y con sus Power Rangers. Por eso todos los niños la queríamos; por eso nuestros padres no la toleraban más de lo necesario.
Amanda, espérame, ya llego.
Desde el umbral de la puerta de su cuarto observé a Jeremy sin que él se diera cuenta de mi presencia, o acaso hacía como que no se había dado cuenta, solía ocurrir, no debía ser difícil cansarse a ratos del hermano menor –dos minutos menor-, querer algo de independencia.
Estoy saliendo, dije, usaré el auto.
OK, dijo sin verme.
Qué intensidad para esos juegos; decía que lo ayudaban a desarrollar un pensamiento estratégico, le servían para ser un mejor quarterback. Una excusa sofisticada, había pensado cuando lo escuché, típica de Jem. A mí sólo me interesaban los juegos de deportes. Madden, por ejemplo. O Winning Eleven.
¿Sabía? No, pero acaso lo intuía de una manera que no podía explicarse en palabras. Era así entre los dos, yo creía adivinar lo que él pensaba o sentía aunque me costara decir de qué se trataba.
Había sido culpa suya. Hacía cuatro años él ya era popular y yo, más bien tímido, no me animaba a hablar con las chicas. Un día me pidió un favor. Estábamos en las duchas después de una práctica; él tenía el pelo mojado y había espuma en su pecho, yo me secaba con una toalla roja con el logo de los Madison Bears. Jem había quedado en visitar a Lucy pero no tenía ganas de hacerlo. Me dijo que fuera en su lugar, Lucy no lo notaría, nadie lo notaba, éramos dos gotas de agua, teníamos el mismo tono de voz, el mismo corte de pelo, los mismos gestos. Nos confundían en el colegio, en las fiestas. Sí, le dije, pero mi carácter es diferente. Sí, dijo Jeremy, pero me conoces de memoria, no te costará nada responder como lo haría yo.
Lucy era morena y tenía los ojos color miel. Su sentido del humor la había hecho popular, era de las que les ponía apodos a los profesores; la de Química, con sus faldas apretadas y andar felino, era la Tigresa. El Principal, Mister Tibbits, la nariz con una pelota en la punta y esa risa exagerada fuera de lugar, una risa que no iba con el mal humor que revelaba su ceño fruncido, era Rusty the Clown. Su columna semanal en el Believer me hacía reír, trataba de las desventuras de una quinceañera en un mundo cada vez más dominado por… mujeres. Lo que me pedía Jem no era un sacrificio.
Nos fue tan bien que se convirtió en una tradición. Jem las seducía, y luego de un par de meses, cuando la relación mostraba señales de agotamiento, me ofrecía que lo reemplazara. Me acostumbré a no iniciar nada por cuenta propia, a esperar a que Jem decidiera con quién me tocaría salir. Yo no duraba mucho con ellas, ya la relación había ingresado en la recta final, pero al menos me divertía un par de semanas. Hubo sospechas, pero no las suficientes como para descarrilar nuestro arreglo. Había estudiado los manerismos de Jem, la forma en que gesticulaba con las manos al hablar, los Starburst y Raisinets que no cesaba de meterse a la boca. Incluso le copiaba la forma de vestirse, las ajustadas poleras grises de Abercrombie o Hollister, los jeans negros Banana Republic (boot cut!), los shorts Puma holgados y hasta la rodilla. A veces me miraba en el espejo y me decía, yo soy él, ¿o es él yo? ¿O somos uno los dos?
Katja, la holandesa de intercambio, nos descubrió, pero por suerte se iba pronto. Ella era avezada en ciertas materias, y la noche antes de su partida compramos su silencio haciendo realidad su fantasía: acostarse con los dos hermanos al mismo tiempo. Jem y yo, desnudos, nos mirábamos en la cama del cuarto de Katja, vigilados desde el techo por una gigantografía de la selección holandesa de fútbol, tan naranja su destino, y nos esforzábamos por contener la risa.
Todo siguió igual hasta que me enamoré de Amanda, la hija menor de nuestro popular coach. Tenía quince años, estaba un curso menos que nosotros. Había llegado al colegio como un chica con pechos planos, frenillos y faldas largas. Me había fijado en ella, en su rostro redondo y agraciado, en la forma en que caminaba por los pasillos en línea recta, como en una pasarela imaginaria; había intercambiado un par de miradas intensas y continuado mi camino. A los seis meses, su cuerpo explotó. Fue aceptada como cheerleader y todos los del equipo nos alegramos. El problema era que Jem todavía no le había dado su sello de aprobación. Y yo, incapaz de tomar la iniciativa, esperaba a que Jem lo hiciera.
¿Se animaría? Había que tener mucho cuidado, portarse bien con ella. El coach, mister Walters –you can call me Don--, era unos de esos seres extraños que no se inmutan ante casi nada –“no se preocupen muchachos, perdimos 23-0 aunque pudo ser 23-3, la siguiente les ganamos”--, pero tenía un punto débil: era un enfermo de celos a la hora de lidiar con los pretendientes de sus hijas. Sólo hablar de ellas hacía que se pasara la lengua por los gruesos bigotes, como relamiéndose ante la posibilidad de salir a la defensa de sus niñas. Circulaba una historia desagradable acerca de un novio de Christine, la hija mayor (bueno, no tan mayor: le llevaba apenas diez meses, de hecho estaban en el mismo curso).
Jem se animó. Salió con Amanda y me alegré, aunque intenté no pensar mucho en la forma en la que él trataría, en el auto, en la puerta de su casa, al despedirse, de acariciarle los pechos como al descuido, maniobra que le había dado tantos resultados positivos que hablaba de patentarla algún día. ¿Y si te dice no, qué te crees?, le preguntaba yo, miedoso. Está bien si te dice no, contestaba, you have to get the nos out of the way. Debía convertir derrotas en posibles triunfos. Puertas cerradas en horizontes que se abrían, infinitos. Yo tartamudeaba y trastabillaba ante tanta verdad incuestionable.
Ocurrió lo de siempre. A la segunda semana, ya me había pedido reemplazarlo para que la llevara a tomar helados a Sundae Inventors. Pero luego no me volvió a pedir ayuda. Yo esperaba impaciente, recordando la conversación que ella y yo habíamos tenido mientras compartíamos un batido de chocolate, algo sobre estrellas que nos guían desde la inmensidad del cielo, almas gemelas que vagan en el ancho mundo, extraviadas, pero que saben reconocerse al instante.
Pasaron tres meses. Le pregunté a Jem qué había pasado con nuestro trato. Hermano, me dijo, creo que Amanda es the real thing. Estuve de mal humor durante un par de días.Voy llegando a la avenida Dewey, una canción de Snow Patrol en la radio, Please don’t go crazy if I tell you the truth. El semáforo está en verde. Acelero. Pasan a mi lado, fugaces, SunTan --donde las cheerleaders se broncean--, una tienda de juguetes y comida para perros –Virginia Woof--, una Rite Aid que siempre está vacía, una desangelada sucursal de Wells Fargo.En los entrenamientos había visto que Amanda, desde el borde de la cancha, en su minifalda roja y polera blanca, me sonreía, me seguía con la mirada, mis ojos perdidos en el casco, mi cuerpo escondido entre los paddings que utilizábamos para amortiguar los golpes. Yo me acercaba al borde con alguna excusa, secarme el sudor del rostro con una toalla, tomar un sorbo de mi Gatorade. ¿Me estaba comparando con Jem? O quizás se acordaba de aquella vez en la heladería. Se había dado cuenta que algo diferente había ocurrido, que esa tarde no había salido con su novio sino con el hermano.
Una tarde en que Amanda llamó a Jeremy, contesté el teléfono y me hice pasar por él. Me dijo que su mamá había salido, me esperaba en su casa. Fui.
En la cama destendida yo todavía miraba el techo y saboreaba los temblores que remecen el cuerpo después del terremoto, cuando ella, sentada en el suelo mientras se abrochaba el sostén, me dijo que sabía que yo no era Jem. Desperté de golpe. En el estéreo del cuarto sonaba un compact de The Magic Numbers, a Amanda le gustaba el Britpop, a mí me gustaba lo que le gustaba a ella.
No importa, dijo con esa mirada tan seria, intimidatoria, el pelo suelto como no lo estaba cuando hacía sus saltos y piruetas al borde de la cancha de fútbol, allí siempre se trataba de una cola de caballo.
Puede ser nuestro secreto, dijo.
Dirigí la mirada hacia los posters de Colin Farrell y Ricky Martin en las paredes, papeles coloridos inventados para la descarga de devociones y hormonas. Mis ojos se posaron en el estante de libros. The Kite Runner, Jane Austen, Dickens, George Sand… Tantos libros gruesos, pensé, ¿los habría leído todos? Amanda era conocida como parte del grupo de las Amazing Girls, esas chicas que en la escuela hacían de todo sin el menor esfuerzo. Eran excelentes alumnas, líderes en su campo, hacían voluntariados, visitaban hospitales, aprendían piano, se dedicaban al teatro o a algún deporte, y de paso eran lindas. Había cada vez más de esas Amazing Girls que algún día serían mamás y ejecutivas de empresas, y al mismo tiempo había cada vez más hombres idiotas e inmaduros. Las mujeres estaban preparándose mejor que nosotros, pronto las universidades crearían sistemas de affirmative action para aceptar a los hombres.
Busqué una salida.
Si mi hermano se entera me mata.
No será así toda la vida. En unas semanas se lo diremos. Tú eres con el que quiero estar. Le pregunté cómo podía distinguirnos. Cómo podía ser posible, entre dos personas tan semejantes, que me eligiera a mí.
No lo sé, pero lo sé. Mi corazón late de otra manera cuando estoy contigo.
Esa frase era suficiente para aventurarse a un pacto de sangre. La besé y desabroché su sostén. Ella se rió y me dijo que nos apresuráramos.
El semáforo comienza a cambiar y yo todavía no he llegado a la esquina de la Ruta 15, una confusa intersección a la que llegan autos de tres direcciones diferentes.
Amarillo. Apreto el acelerador con más fuerza.
Amanda: la vez en que fuimos a un hotel en la Ruta 15 y sólo hicimos la siesta y luego me hizo ver una película francesa en su laptop. Cuando me dijo, qué ojos más verdes que tienes, y yo le dije para verte mejor. Cuando me dijo, qué nariz más recta que tienes, y yo le dije para olerte mejor. Cuando me dijo, qué labios más grandes que tienes, y yo le dije para comerte mejor, y me dijo qué esperas, esta Caperucita Roja está lista para que se la coman, y dejamos de ver la película.
Rojo. Ahora es más peligroso frenar que continuar la marcha. Lo peor que puede pasar es que un policía me dé un ticket.
Un Honda azul inicia la marcha al otro lado de la avenida.
Amanda: la vez que estábamos en la ducha de su casa y ella se arrodilló y

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