domingo, 18 de enero de 2009

Fin de semana en Cusco


¿Qué vas a hacer cuando regreses?
Una pregunta inocente. Pienso en una respuesta inocente… Un fin de semana en otra ciudad, un pequeño privilegio, una burla a la realidad, ahora, a punto de convertirse en un recuerdo insuficiente, doloroso, como un aroma de cuando era niña. Hace una hora habré estado con mis amigos en una ciudad, y pronto llegaré a otra, sola, en soledad. Hace una hora vi montañas aradas con sabiduría, las piedras eran presente, pasado y futuro: serpiente, puma, cóndor. Yo quiero quedarme con mis amigos, cruzar países en su camioneta, decir “el miércoles llegaremos a la playa”, “después de almuerzo iremos a recorrer la ciudad”, decirles: “elijan ustedes, yo me acoplo” y rogar porque todos los policías nos den siempre la espalda y no observen la matrícula extranjera. En el hotel compartimos un vaso de ron y nunca me sentí tan ebria, tan lúcida, tan dispuesta al misterio. Me gustaría llevar solo lo que tengo conmigo, que es todo lo que soy, mi cuaderno, mi lapicero, mis amigos, quiero que eso me baste; poder dejar atrás todas las seguridades que estoy construyendo para poder envejecer con dignidad, aunque para envejecer me falte todavía el doble de la edad que tengo. Será que hace años que me sé vieja y cuando no tengo que preocuparme por nada, ni siquiera por mí misma, recupero una juventud mental que borra las arrugas de mi cara. Será que a mis fracasos y expectativas sumo los fracasos y expectativas de mis padres. Será que necesito esta idea de felicidad para sobrellevar la rutina, la tristeza, el bullicio. Será que sí he envejecido porque prefiero el silencio. “Cuando sienta aburrimiento frótese con esta pomada en la nuca”. No es así de fácil. Somos almas salvajes con horarios que nos domestican. Y no sé qué es más perverso: acatar con miedo o enfrentar con culpa. Nadie me ha preguntado si quiero esta vida. Nadie me ha dicho nunca una noche: “dame tu mano para llevarte a soñar conmigo”. Quiero recordar que sí lo he dicho.
Odio mi ciudad, como solo alguien que la ama puede odiarla. Como veo a mi ciudad, me veo a mí misma. Hay una carpa invisible, iluminada de día y de noche por luces de neón; con música al máximo volumen. Mi ciudad se pierde en muchas eses, una columna deformada por años de soportar pesos y vientos distintos.
Hay en mí una inquietud más persistente que un momento, la certeza de una inmensidad que espera ser recorrida, unas zapatillas al borde de un precipicio al que no quiero llamar mirador. Es dolorosa esta belleza que palpita. ¿A qué fuente puedo lanzar unas monedas para volver?
Lo confieso: todas aquellas veces que conocí a un turista del mundo, lo pensé un desterrado de sí mismo.
Deseo tanto esa vida.
El deseo es tan fugaz.
A veces me siento maldecida.

2 comentarios:

La Naranja Lacaniana dijo...

Me conmoviste...
Que rico que el viaje te haya hecho sentir tan viva, tan vieja y tan joven.
Vendrán otros viajes, otras faltas, otros deseos.

Me alegra haber compartido en algunos momentos un poco de cada una de esas cosas contigo.

TQ

Oscar Pita Grandi dijo...

Sucede como lo dije una vez al comprobar mis temores, y no poder siquiera evadirlos, pues éstos marchan por si solos: la vida está hecha de despedidas.