Hace unos años encontré en una librería del Fondo de Cultura Económica un librito en oferta, con la imagen de El gordo y El flaco y con un título sugerente: Elogio de la amistad. Su autor es el marroquí Tahar Ben Jellou. Descubrí con él a los amigos que lo acompañaron, aquellos que lo abandonaron; de los que pudo aprender y a los que pudo enseñarles algo. Coincido con él desde el arranque:
“La amistad es una religión sin Dios, sin juicio final y sin diablo. Una religión no ajena al amor, a un amor donde se proscriben la guerra y el odio, donde es posible el silencio. Podría ser el estado ideal de la existencia. Un estado apacible. Un vínculo necesario y poco común. No contiene ninguna impureza. El otro, el ser que amamos, el que tenemos frente a frente, no sólo es un espejo, es también el otro soñándose a sí mismo.
La amistad perfecta debería ser como la soledad, pero afortunada, liberada de angustia, rechazo y aislamiento. No me refiero a la imagen del doble de uno mismo, percibida a través de un filtro, de una lupa que agrandaría sus defectos, sus carencias y a la vez reduciría sus cualidades. La mirada del amigo debería revelarnos, sin indulgencia, nuestra propia imagen. Ese sentimiento se mantendría, pues, con una reciprocidad inquebrantable, regido por el mismo principio del amor: el respeto que uno se debe a sí mismo para que los demás nos correspondan con naturalidad”.
Muchnik Editores, 2000
“La amistad es una religión sin Dios, sin juicio final y sin diablo. Una religión no ajena al amor, a un amor donde se proscriben la guerra y el odio, donde es posible el silencio. Podría ser el estado ideal de la existencia. Un estado apacible. Un vínculo necesario y poco común. No contiene ninguna impureza. El otro, el ser que amamos, el que tenemos frente a frente, no sólo es un espejo, es también el otro soñándose a sí mismo.
La amistad perfecta debería ser como la soledad, pero afortunada, liberada de angustia, rechazo y aislamiento. No me refiero a la imagen del doble de uno mismo, percibida a través de un filtro, de una lupa que agrandaría sus defectos, sus carencias y a la vez reduciría sus cualidades. La mirada del amigo debería revelarnos, sin indulgencia, nuestra propia imagen. Ese sentimiento se mantendría, pues, con una reciprocidad inquebrantable, regido por el mismo principio del amor: el respeto que uno se debe a sí mismo para que los demás nos correspondan con naturalidad”.
Muchnik Editores, 2000
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